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Leo en la prensa que una poderosa
productora de cine estadounidense ha retirado sus anuncios de una
de las más prestigiosas revistas del sector. La razón es bien
sencilla: no les gustó la crítica durísima que habían
publicado de una película suya. Así que los gerifaltes de la
compañía se cogieron un berrinche y decidieron no volver a
gastarse un duro (quiero decir un dólar) en las páginas de la
revista.Supongo
que la retirada de un anunciante importante es una catástrofe
para cualquier publicación. (Que yo sepa, y en contra de lo que
comúnmente pensamos, la mayor parte de la prensa no vive de sus
lectores sino, precisamente, de los ingresos que genera la
publicidad). Pero no entiendo por qué ese suceso se ha
convertido en noticia. Eso pasa a diario y en el mundo entero:
los anunciantes poseen sutiles métodos de presión sobre sus
clientes. Hay emisoras de radio, por ejemplo, que no mencionarán
la marcha del coche con el que alguna persona conocida ha tenido
un accidente salvo que el accidente en cuestión sea muy
grave- para no correr el riesgo de enemistarse con el fabricante,
que le genera importantes ingresos. Hay periódicos económicos
en los que jamás encontrarán ustedes anuncios de ciertas
corporaciones o empresas, que se sienten maltratadas por
los analistas de la publicación. Y hay incluso ayuntamientos que
han retirado la publicidad institucional de determinados diarios
locales, poco afines ideológicamente con el partido del gobierno
municipal. En efecto, cualquier organismo o empresa con capacidad
económica para anunciarse tiene un notable poder sobre los
medios de comunicación, poder que crece progresivamente a medida
que crece su presupuesto para publicidad. Ellos lo saben, y bien
que lo utilizan cuando les conviene.
En
realidad, ese poder es el mismo del que gozamos los consumidores
respecto a los productores de las cosas de todo tipo que
consumimos. En algunos países de nuestro entorno, los ciudadanos
son plenamente conscientes de esa facultad y, al igual que los
anunciantes poderosos, la utilizan si llega el caso, obligando a
las empresas a cambiar de actitud o incluso a retirar sus
productos. Por poner dos ejemplos conocidos, el boicot de los
consumidores alemanes, animados por los ecologistas, contra los
productos Shell fue una de las razones que forzó a la
multinacional a no hundir su plataforma petrolífera Brent Spar
en las aguas del Mar del Norte. Y el más reciente de los británicos
contra los alimentos transgénicos llevó a que las cadenas de
alimentación hiciesen desaparecer esos productos de sus estantes.
El tercer caso que se me viene a la cabeza tuvo menos eco en España
y tiene que ver precisamente con la publicidad. No recuerdo ahora
si sucedió en Francia o en Italia, pero el caso es que hace unos
meses un montón de anunciantes retiraron su publicidad de los
intermedios de los programas-basura de la televisión, después
de comprobar que los espectadores reprobaban que ciertas marcas
de calidad contribuyeran a mantenerlos en antena y las castigaban
con su desprecio, es decir, negándose a adquirir sus productos.
Me
temo que en España estamos todavía muy lejos de asimilar ese
poder. Aquí casi todos seguimos comulgando con ruedas de molino
en lo que se refiere a la calidad de lo que consumimos o a la
actitud ética de los productores. Quizá, pienso, sea la
consecuencia de tantos años de silencio impuesto y autoritarismo.
En cualquier caso, lo cierto es que seguimos callándonos y
adquiriendo lo primero que se nos pone por delante. Y, sin
embargo, podríamos hacer grandes cosas, créanme. Acabo de
enterarme de que Telefónica ha ganado en los últimos nueve
meses 235.000 millones de pesetas, el 44% más que en el
ejercicio anterior. Y esto en pleno escándalo de las stock
options. No me digan que no sería precioso que los
consumidores nos pusiésemos de acuerdo para dejar durante un
solo día sin clientes a esa compañía que es probablemente la más
odiada del país. Esto no es un sueño: cuando comprendamos la
inmensidad de nuestro poder, cosas como ésa serán posibles. Y
creo que las próximas revoluciones que vivirá el mundo tendrán
que ver con esa capacidad para negarnos a consumir como borregos.
De momento, y a la espera de tiempos mejores, yo recupero el
viejo grito de guerra: ¡A las barricadas!